Ayer recorrí las calles de un pequeño pueblecito mágico en Italia. Se llama Tivoli y se encuentra en la cercanía de Roma situado en las montañas vecinas de esta gran metrópoli capital del mundo antiguo.
Las calles de Tivolo son sumamente angostas, donde solo cabe un carro. Estas son hechas de piedra y no de cemento como las americanas. Hay escaleras viejas entre los edificios, perfectas para esconder a dos jóvenes enamorados que desean su amor sea despertado por besos apasionados llenos de fuego y emoción. Pero estas escaleras también son perfectas para que dos viejecitos sosteniéndose del brazo caminen lento, llenos de un amor otoñal, un amor poderoso y permanente que ha sido capaz de atravesar las capas del tiempo enfrentando las tormentas, los desiertos de la vida y los ríos abundantes de gozo.
Las paredes marrón hace que los edificios huelen a historias. Historias antiguas muy antiguas, que quisiera narrar pero que mi corazón me dice qué tal vez son las mismas historias que misteriosamente se vuelven a vivir ahora con los habitantes de este siglo debajo de esos techos de tejas rojas.
Ayer en Tivoli me paré ante una edificio con balcones y plantas y un tendedero de ropa. Alguien acababa de lavar y la ropa se secaba bajo un cielo húmedo con olor a reciente lluvia.
Me hizo recordar por un breve momento la ropa que yo misma había colgado en el ático de mi apartamento en Berlín y que se había quedado mojada antes de partir en el avión a Italia. Aunque en este país se habla otro idioma, se come demasiada pasta y se siente en el aire el recuerdo de siglos pasados, en este país también se lava. Tivoli me lo recordó mientras huimos de las imagines que buscan los turistas en Roma. Aquí en Italia hay alguien que quiere lo mismo que yo, alguien que desea que su familia huela a ropa limpia.
En México vi a las indias lavando en el río, en mi infancia mi madre nos hacía tallar nuestros calcetines llenos de tierra en el lavadero de piedra antes de echarlas a la lavadora .
“Para que aprender a no andar caminando en calcetines en lugar de sus zapatos”
Nunca aprendi la lección de los calcetines sucios que mi madre me quizo inculcar, sin embargo si aprende a amar el olor a ropa limpia. Ahora que camino por Italia me doy cuenta que no importa en qué lugar del mundo estés, todos deseamos lo mismo; un lugar propio para lavar, para dormir, para amar y que sea fresco como el agua fría en el sol del verano.
Viajar a Tivoli me hizo pensar que las familias como la tuya y la mía, así como las familias de los inmigrantes, de los refugiados, de los desplazados por causa de la guerra, las familias en los países llenos de carteles y de guerras por causa de las drogas no tan invisibles, o las familias que tenemos el privilegio de vivir en países con libertad, buscamos lo mismo; queremos cada día lo mismo, ropa limpia, comida y porque no, el gozo, la esperanza, no vivir con el temor de las despedidas, queremos un lugar seguro donde reine la paz y el amor. Sobre todo el amor.
Somos todos nosotros una sola humanidad, hijos del mismo mundo y hermanos sobre la tierra. Tenemos los mismos deseos, y anhelos. Como hermanos atesoramos la amistad, el cariño, la bondad, la paciencia, la fe, la esperanza, la fraternidad y buscamos con el alma el amor. El amor es la base de toda buena relación. El amor es único, como lo dijo Paulo Coelho en su obra espiritual del “El Alquimista”
“El amor es la fuerza que transforma y mejora el alma del mundo. Cuando amamos siempre deseamos ser mejores de lo que somos.”
Donde estés hoy amigo lector espero que por medio de esta fuerza seas transformado y que lo mejor de ti nazca hoy, como el sol que veo en el cielo de un azul nítido en las alas de un pájaro de acero que me lleva de vuelta a casa.