Algunas veces los seres humanos necesitamos de lugares secretos. Lugares que restauran el alma, aclaran el pensamiento, espantan el enojo, la tristeza y en su entorno encuentras siempre la felicidad. A esos lugares yo les llamo santuarios.

Aquí en Alemania he descubierto uno. Para llegar a el, hay que tomar una carretera que atraviesa un bosque. El bosque es una mezcla de pinos de diferentes especies, uno que otro esporádico roble y arbustos silvestres de arándanos, moras, inclusive fresas. Algunas veces en este bosque recogemos champiñones para el desayuno, u otro tipo de hongos comestibles. Las florecillas campestres que aparecen en primavera o verano pintan el camino de colores. Cuando mi hija lo pide, nos paramos a recogerlas y llevarlas a la mesa de casa.

Parte de la carretera para llegar al santuario esta cubierta del asfalto moderno al que todos conocemos, porque las carreteras del mundo moderno usan lo mismo. Otra parte, sin embargo está cubierta de piedras antiguas, pegadas unas a otras por cemento haciendo del suelo una superficie mas o menos plana, pero que aun así hacen que los neumáticos de mi carro tiemblen de arriba abajo. Este pedazo del camino me hace pensar en el tipo de caminos que usarían las carretas en la antigüedad jalada por caballos y de repente el sentimiento del pasado llena el aire.

Al llegar a mi lugar secreto nos estacionamos debajo de las sombras de los arboles y cuando los veo se que estoy a solo pasos de llegar a él. Caminamos en medio del bosque, mis hijos recogen palitos que les parecen espadas, o florecillas que le obsequian a su madre, corren, se persiguen, juegan a sus historias llenas de caballeros y princesas. Su inocencia mueve algo dentro de mi muy bello. Entonces llegamos a lo más hermoso del bosque; los arboles de haya. Son altos, frondosos e increíblemente bellos. Hay una parte en este bosque donde solo ellos me rodean y al ver sus troncos quiero creer son los reyes de este lugar, por antigüedad y grandeza. Verlos me hace elevar una oración de agradecimiento por permitirme contemplar tanta belleza. Verlos, me hace callar en reverencia. Verlos me hace sentir pequeña. Verlos me hace recordar que su creador me sostiene y mientras este en sus manos, no hay nada, ni nadie en el mundo que me pueda derribar. Su fuerza me sostiene. Ademas, siempre que llego a ellos no puedo dejar de pensar en Antoni Guadí, el arquitecto que trajo el bosque a la casas o iglesias del hombre. Me gustaría imaginar que su inspiración nació al lado de los arboles de haya y que tanto él como yo, en el pasado y el presente admiramos el bosque.

Al terminar de pasar los arboles de haya llegamos al lago. Hay cuatro bancas en su apuntalar arenoso, que te hace pensar que estas cerca del mar. Algunas veces encuentro al lago tranquilo, y puedo ver el reflejo de los arboles que lo rodean, pero mi forma preferida de encontrarlo es bañado de sol, entonces el aire que mueve al agua hace que los reflejos de la luz te haga pensar en el brillo de las estrellas. Los juncos alrededor de él se mueven. Hay un par de cisnes que han hecho de este lago su hogar y en primavera los encuentras con sus pequeños nadando en su superficie. Todavía viven allí.

Entonces entro al agua y nado, respiro el aire puro del bosque, disfruto el sol de verano, el agua fría me revive y encuentro de repente la felicidad.

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