El vidrio de la ventana estaba empañado por causa de la lluvia. El vapor se había pegado a ella, lo que le imposibilitaba a Alejandra ver con claridad las sombras. La oscuridad de la noche bañada en luz de luna llena solo dejaba ver el contorno de los árboles desnudos. Era invierno y la lluvia era fría.

Alejandra había llegado mojada y temblando de la estación de tren. La ventana por la que asomaba sus ojos castaños a la noche estaba en su cuarto de baño. Se desnudó lentamente y arrojo toda su ropa mojada al piso mientras continuaba viendo al árbol maravilloso que había sido plantado seguramente un siglo atrás. Su tronco era inmenso y la altura de sus ramas superaban las casas de cuatro pisos a su alrededor. Aunque era de noche y a pesar de la ventana empañada, lo admiraba a lo lejos meditando en su grandeza. Era fuerte, se le podía ver por el grosor de su tronco y la firmeza de sus ramas. Su fuerza echaba raíz en el tiempo. Había sido testigo mudo de guerras, bombas, el hambre y la muerte. Aun así, se mantenía firme, mirando al sol sin miedo.

Alejandra se metió a la bañera que se llenaba de agua caliente. Era la única forma de calentar sus huesos en invierno. Miro hacia arriba y vio su ventana al cielo. Mientras veía las gotas de lluvia caer en ella pensó:

“Estas ventanas solo existían en Europa y son realmente hermosas”. Todavía no se acostumbraba a que al acostarse en cama o en esa tina de agua, sus ojos se encontraban una y otra vez con una ventana al cielo. En algunas noches claras podía distinguir a través de ella la osa menor.

Alejandra se había sentido sola, insegura, intranquila y fracasada esa semana. Había llegado desde un polvoriento Buenos Aires, lleno de vientos y ruido apenas un año atrás. Estaba llena de nostalgia y se sentía frágil. Solo un día antes había hablado con Nadia su amiga querida y esa noche había llegado a rescatarla de esos sentimientos llenos de tonos grises, como sus cielos en invierno. Entonces pensó en el árbol y se dijo a sí misma: “Quisiera ser como el”.

Aún así, en medio de ese invierno, esa noche era especial. Alejandra sabía que al otro día vería algo extraordinario. Algo que la haría saciar por fin de la sed que siempre llevaba por dentro de poder disfrutar de lo salvaje, la natura y su grandeza. En medio de tantos días ausentes de sol, la luz del día le traería como regalo la blancura de las montañas polacas llenas de nieve. El brillo de lo blanco y sus reflejos llenos de luz.Sabía que mañana, se deslizaría por las montañas disfrutando la blancura de una pista. La nieve, el frio, el viento, la adrenalina, la euforia; todo eso y más le esperaba mañana. Además, iría con Nadia, su amiga polaca querida que había llegado a enseñarle como disfrutar de lo mejor del invierno.img_4662

Nadia era dulce y afectuosa, inteligente y físicamente hermosa, además su fresca risa siempre sabía cómo suavizar el corazón. Algunas veces las palabras entre ellas no eran necesarias para entender lo que había adentro. Una mirada era suficiente. Pensando en esto, Alejandra apago la luz de su lámpara de noche y antes de cerrar sus ojos pensó:

“Mañana que nazca el sol todo será mejor”.

El suyo, era el pensamiento de la esperanza, de la fuerza interna, de la visualización de cosas mejores, de la capacidad para salir adelante ante cualquier obstáculo en la vida. Pero todo eso ella no lo sabía esa noche.

Ella solo, se acurrucó en su cama tibia, para dormir el sueño de los cansados por el trabajo arduo. Mañana Alejandra cuando se deslizara por la nieve tendría la majestad del invierno a sus pies.

En su vida, como en la de todos nosotros había momentos buenos y malos. Era su parte y es la nuestra atrapar de lo bueno, abrazarnos a ello y dejar de esos sabores en la boca, para los días malos.

“Todo tiene su tiempo y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora…tiempo de reír y tiempo de llorar, tiempo de endechar y tiempo de bailar” Eclesiastes:3:1,4

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